Wednesday, August 20, 2008

Cuento no. 3



”Sing me a song of your beauty of your kingdom Let the melodies of your harps caress those whom we still need”

Estimada E:

Te hablo a ti, princesa, desde el centro del universo donde no suele haber más que frío. Pero eso que importa, si mi interior es lo único que parece existir. No quisiera pedir perdón por lo que te sucede, sólo intento justificarme. Juro que eso se ha salido de mis manos; hay una magia muy grande que no puedo controlar. La maldición que se ha hecho es incorregible ya. Si él no puede sentir nada, es porque así tenía que ser; el orden se ha restablecido. Sé que no fue tu culpa, pero créelo, yo soy quien pago más…


Érase una vez un reino encantado muy lejano a nuestros tiempos y tierras, donde había un castillo ubicado junto al mar, justo en la cima de un imponente acantilado. Era tiempo aún de dragones y sirenas, de troles que custodiaban los pequeños feudos y duendes que mal aconsejaban a los caminantes haciéndolos perderse en los bosques para que nunca encontraran el reino encantado.
Aquel mar era tan profundo y peligroso que ni siquiera los vikingos o los navegantes más intrépidos se atrevían a pasar por allí; incluso las sirenas temían acercarse nadando. En el castillo vivía una princesa de cabellos rojos llamada Ethelvyna, quien todas las noches miraba hacia el mar desde la ventana de su habitación, esperando que algún caballero venciera los obstáculos y llegara para casarse con ella. Pero el tiempo pasaba lento, y algún día ella comenzaría a envejecer.
Ethelvyna había deseado tantas veces bajar a los calabozos en las profundidades del castillo para comprar un remedio y mejorar su situación. Allí, se rumoraba que había un anciano que dormía durante el día y por las noches trabajaba para el rey, experimentando con sustancias de la naturaleza. También se creía que podía hacer cálculos matemáticos para mezclar los elementos y crear pócimas que tenían la capacidad de modificar el espacio y el tiempo. Poca gente lo había visto y nadie se acercaba a él, pues era un ser huraño que en rara ocasión había salido y cuando había hecho, estaba cubierto por ropas de pies a cabeza. Lo llamaban El Alquimista.
Pasaron meses sin que la princesa se atreviera a bajar; sólo se quedaba contemplando el cielo o el mar, que de noche se fundían en un mismo color. Había comenzado a resignarse: probablemente tendría que ceder el trono a alguien más y morir sola. Pero entonces, una noche de luna en cuarto menguante apareció un caballero montado en un pegaso blanco. Había llegado por fin la salvación.
-¿A dónde he llegado? ¿Qué reino es éste? ¿Quién eres tú? -preguntó aún flotando en el aire y observado su entorno-.
-Me llamo Ethelvyna. Soy la princesa de este castillo y este cuento no tiene nombre; tampoco el reino.
-¿Por qué tú sí tienes nombre?
-Porque es necesario ¿Tú quién eres?
-Ahora que lo preguntas, no sé. Pero ya que estoy aquí, ¿por qué no subes y vamos a tierra firme?
Ethelvyna subió al corcel y estuvieron hablando hasta que la noche acabó. Lo mismo ocurrió durante nueve cuartos menguantes y diez lunas llenas. Eran noches donde había tantas estrellas que éstas parecían caer lentamente; los cantos de las sirenas y el sonido de las olas se escuchaban lejanos formando una melodía cálida. Ella vio en él la razón de su larga espera y creyó que entonces una eternidad era posible.
-¿De dónde vienes? -cuestionó Ethelvyna una noche-.
-De un reino cercano -respondió él, sonriendo-.
-¿Tampoco tiene nombre?
-No.
-¿Hay una princesa con nombre allá?
-Había. Ahora hay una mujer de cabellos castaños que enloqueció; me perseguía y por eso escapé. A ella no la quiero.
-¿Vas a casarte conmigo?
-Quizás.
Pero a la noche siguiente el caballero no volvió. Ella lo esperó algún tiempo hasta que estuvo segura de que la otra mujer lo había capturado. Pronto llegaron noticias: la mujer, cuyo verdadero nombre era Estela, era la princesa del reino vecino, que se había casado recientemente con aquel caballero. Ethelvyna no supo que hacer, pensó que Estela era malvada y que no dejaría al caballero en libertad; creyó que algo había hecho, algo maligno para que él ya no quisiera volver.
Quiso con desesperación regresar el tiempo para cambiar las cosas y ésta vez no esperar nada, incluso escribió cartas suplicándole a Estela que lo dejara volver. Estela le respondió con una negativa, pero de forma tan prudente que le hizo pensar a la princesa que en realidad estaba bastante cuerda; le escribió que lo sentía, pero que los dos eran felices ahora y que él no pensaba volver porque quería estar con ella. Al parecer el sueño de Ethelvyna sólo la había hecho más infeliz mientras que el de Estela se había realizado.
Pasó un tiempo de noches tristes antes de que la princesa se atreviera a bajar a los calabozos. Era un lugar frío y oscuro con un olor penetrante a azufre, había varios hornos de piedra y una mesa de madera enorme con pergaminos escritos y trozos grandes de metal encima.
-¿Qué tengo que dar? ¿Mi cabello? ¿Mi voz? ¿Mi alma? -El anciano la miró con indiferencia detrás de una hoguera de fuego azul-.
- Yo no vendo nada ni hago favores. -le dijo con una voz seca-.
-Por piedad… puedo hacer lo que sea. De verdad lo necesito- suplicó-.
-¿Qué quieres?
-Quiero dejar de sentir esto.
-No puedo hacer nada. Tener poder sobre la naturaleza puede traer grandes consecuencias.
-Tiene que haber algo, cualquier cosa. –entonces la mirada del alquimista se volvió ligeramente condescendiente. Se quedó en silencio lo que pareció ser un minuto y luego habló.
-Hay algo, pero es muy peligroso… Me queda muy poco tiempo y yo necesito que alguien termine lo que empecé. He visto tu desesperación y por eso me atreveré a confiar mi legado en ti.
-¿Qué tengo que hacer?
-Quedarte.



Y es que mis sentimientos son tan grandes que sin intención de mi parte, fueron adquiriendo un poder que llegó a ser maléfico. He cerrado su corazón y ahora tú pagas también la condena; todo esto sólo por mi envidia. Entiende que yo soy víctima también, no lo merezco…condenada a tomar el lugar del que murió, viviendo en las profundidades del castillo.
Eres princesa de tu cuento y del mío, ¿dónde está entonces mi propio cuento?, pero recuerda que esta bruja también fue princesa y que nunca hay villanas, sólo seres humanos con una historia triste.

Atentamente:
E.

Monday, August 13, 2007

No es un tonto cuento de hadas

Una navidad más… sola. Esa frase pasaba por mi mente una y otra vez mientras permanecía sentada en el sillón estampado en casa de la abuela. Las estruendosas risas de mis tíos y padres, acompañadas con los gritos de mis pequeños primos, formaban una melodía a la que mi mente ya estaba acostumbrada. Aún no era navidad, faltaba todavía un mes; aquél día solo se trataba de una comida familiar que había dado fin en esos momentos que oscurecía, que me hacía sentir una necesidad de compañía.
“Sola”… esa palabra se burlaba de mí. Sola, sin embargo rodeada de gente. A veces me gustaba jugar a pensar que era invisible, así resultaba divertido pensar que los observaba sin que se dieran cuenta; pero ese juego había pasado de diversión a patético remedio. Aún así estaba fuera de mi control el sentirme invisible. Sí, iba a recordar la navidad de 1945 como una más, igual a las pasadas… al menos eso pensaba ese día.
Esa tarde me había vestido con uno de mis trajes favoritos, uno color verde seco, con la esperanza de ver a mi querido, a ese del que estaba obsesionada sin remedio alguno. ¿Podía existir algo aún más enfermizo que estar enamorada de tu primo desde hacía casi un año?
Claro que sí, y era no tener la certeza de que éste te correspondía.
Víctor y su familia no habían asistido a la reunión de aquella tarde por lo que mi día o peor aún mi semana, me aseguraban un tiempo de mal humor.
-Samantha- Escuché que decían cerca de mí. Miré hacia abajo y vi a mi pequeña prima Marielle, con sus ricitos rubios bastante desacomodados y su delantal arrugado; en la mano sostenía del vestido una muñeca de porcelana con la mitad de la cabellera.
-¿Qué sucede?- Pregunté. Ella me miró con sus ojitos azules suplicantes de un “sí”.
-¿Quieres jugar a las muñecas conmigo? Estoy muy aburrida- dijo.
- Ahora no, Marielle- dije con cansancio.
Sí como no, a mis diecisiete años sería ridículo jugar a las muñecas con una niña de siete.
Me dirigí al jardín para despejarme del ruido y las voces. Al caminar sentía como la falda y las medias me molestaban, rogando ser despojados de mi cuerpo o éste de ellos. Salí y sentí como el clima frío se apoderaba de mi piel, fui hacia el pasto y antes de caer acostada, me deshice el peinado para que el broche del cabello no me lastimase y acomodé la falda de mi vestido para mantenerlo sin arrugas.
Las estrellas apenas comenzaban a salir. Me imaginaba a mi misma, en ese mismo instante pero acompañada de alguien. La idea comenzaba a obsesionarme, el hecho de estar relativamente sola o mejor dicho el hecho de que a pesar de mi personalidad despreocupada, esto me preocupara. A veces al pensar en eso, me odiaba a mí misma, me decía que algo estaba mal conmigo. Y no era solo yo misma la que me lo repetía cada día, cada tarde mientras el sol se ocultaba, mis hermanas se encargaban de recordármelo cada vez que sentían que yo ganaba alguna ventaja sobre ellas, hasta una vez mi madre me amenazó diciéndome que con esa personalidad excéntrica e irónica no iba a llegar a ningún lado… sí “ningún lado”, pero yo sabía bien a lo que se refería y no se trataba de viajar. La palabra era el matrimonio, el principio de todo, la familia, A veces maldecía que todas esas imposiciones, odiaba que las amigas de mi madre me preguntaran por alguna propuesta marital o acerca de los hijos que quería tener una vez casada. Me recordaba a las viejas normas de la Edad media, solo que esta vez la iglesia no estaba en el centro, si no el matrimonio.
Y mis hermanas parecían estar encantadas también con el hecho de contraer matrimonio. Mi hermana mayor, Anna, salía frecuentemente con un joven un par de años mayor que ella, y últimamente había estado viendo a otro diferente que yo desconocía. Mi hermana menor, Lucy, que cuenta con catorce años solamente ha estado divagando por un amigo de la familia que pedirá su mano en cuanto cumpla dieciséis; ambas castañas de ojos azules, parecían la misma persona a diferente edad, la misma sonrisa, la misma mirada de complicidad que se intercambiaban al aliarse en pequeños conatos contra mí. Yo soy mas semejante a la familia de mi madre, (aquella que casi no veíamos por cuestiones de distancias) a excepción de los ojos pues los míos son grises, pero tenemos el mismo cabello negro y la piel blanca como la nieve.
Ah, cuánto deseaba que helara pronto, para poder sentarme junto a la ventana y leer una vez más alguna de mis novelas favoritas. Adoraba todo aquello que alimentara mi excentricismo, todo lo alejado del vanguardismo perfeccionista y pomposo de la sociedad.
A diferencia de mis hermanas que llenaban su imaginación con novelas como Heidi y Oliver Twist, yo prefería las novelas que hablaran de brujas medievales y hombres lobos, y claro, los vampiros eran un invento magnífico para mi mente. También leía novelas clásicas de romances, me encantaba Blanca Nieves, hasta llegué a sentirme ella. Pero mis ideas liberales y mi burlesco sentido del humor, fueron tirando esos castillitos de cuentos de hadas y solo me dejaron una ilusión: el príncipe. Aún esperaba que este llegara en su caballo, con su espada a rescatarme de la torre de la bruja… ¿o esa era Rapunzel?
No es que quisiera que pasara eso exactamente, pero el hecho era que sí esperaba al hombre perfecto… para mí. Y cada vez que pasaba todo esto por mi mente, pensaba en Víctor, en cuánto lo quería y cuan perfecto resultaba para mí. Entonces un día llegue a la conclusión de que si no era él, tendría que ser algo parecido; pero después pensé que tenía que ser algo diferente que me hiciera olvidarme de él. Hasta había pensado en hacer una lista de características que éste tenía que contener para poder decir yo que sí… vaya ansiedad la mía.
-Samantha, sé buena y despídete de todos tus tíos- Escuché decir a mi madre desde el pórtico. Entonces me levanté y todas esas conversaciones imaginarias conmigo misma se esfumaron para dar paso a la realidad que mis ojos captaban.
Entré de nuevo a la casa con desgano para despedirme de todos mis familiares.
-Samantha, mira como traes los zapatos- dijo mi tía en tono de regaño. Yo miré mi calzado blanco manchado de verde por el césped.
-Ah… sí-
-¡Y tu cabello! ¡Está todo lleno de plantas!-
“¡Oh no!, ¡Seré condenada a la hoguera por tener el cabello lleno de césped!”, me burlé en voz baja.
Cuando llegó el turno de despedirme de mi abuela, que estaba sobre la mecedora, ésta me pidió que me agachara aún más; tuve que sentarme junto a ella para poder escucharla.
-No te preocupes, Samantha, si tarda es porque trae algo bueno-.
Yo la miré sorprendida. Ella solo me devolvió una extraña sonrisa. La piel debajo de su nariz solía estirarse completamente cuando lo hacía.
-Abuela pero…- No sabía qué decir ¿a qué se refería? ¿Hablaba acaso de mi príncipe? No podía ser…
-Yo tenía dieciséis- dijo halando mis brazos hacia arriba para hacerme levantar.
-Vamos hija, faltan tus primas- dijo mi padre tomándome del hombro y haciéndome para un lado para despedirse de su madre.
Me imaginaba a mi abuela hacía cincuenta años con esos vestidos largos y llenos de incomodidades; era difícil visualizarla con un traje así a los quince años o sin arrugas y canas. Debió de haber sido bonita… ¿Otro hombre que no era mi abuelo? ¿Qué habrá pasado? La curiosidad me carcomía.
Después de despedirme de toda la familia, salimos de la casa en dirección a la nuestra.
-Samantha, mira que sucios traes los zapatos, pareces una pordiosera- dijo Lucy, mi hermana en tono burlesco. Anna rió.
-Já já- exclamé sarcásticamente.
Después de un corto trayecto en el carro, regresamos a casa. Mientras subía las escaleras hacia mi habitación, me di cuenta de que no podía evitar sentirme deprimida. Temía no encontrar al hombre perfecto para mí… o encontrarlo demasiado tarde.
Llegando a mi casa, tomé un baño y me fui a la cama, pues al día siguiente tenía que ir al colegio. Cristina, mi mejor amiga, me había propuesto ir a mostrarme una “sorpresa” después de clases.

Al día siguiente, nos levantamos todos temprano para que mi padre nos llevara al colegio.
En época de frío, nos permitían llevar saco y abrigo encima de la camisa de manga larga, pero aún así yo me ponía medias gruesas y bufanda. Así llegaba al colegio para señoritas con mi hermana menor, envueltas como una cebolla a la hora en la que el sol se ve como una esfera gigante y anaranjada. Bajé del carro, me ajusté el gorro color café y me separé de Lucy.
A mí no me agradó nunca la idea de asistir a una institución tan estricta, pero amaba cómo lucía con la decoración navideña. Entraba al pasillo y enseguida olía a pino, luego veía arriba, en las paredes moños dorados y rojos y en cada esquina había un pequeño árbol de navidad. Me impresionaba el esmero que ponían los encargados en las apariencias, no sólo por las decoraciones, si no por la limpieza. Los pisos de madera siempre estaban lustrosos y la limpieza de las ventanas era inmaculada.
Entré al aula de álgebra y me senté junto a Cristina, justo al lado de la ventana.
Cómo describir a mi mejor amiga…en realidad no podía resumir todo lo que sentí al verla entrar a éste mismo salón por primera vez, hacía seis meses. Era la alumna nueva que llamó la atención de todas.
Otra rubia más que llevaba el cabello corto y semi rizado, sin embargo había algo en ella que hacía que la quisiéramos en seguida. Su uniforme siempre perfecto, sin una mancha o arruga, la falda la llevaba más corta de lo normal; medias de seda y bonitas piernas, el sombrero ligeramente inclinado.
No recordaba haber visto a una rubia cuyo cabello brillara tanto, pero ella lo odiaba porque se alaciaba fácilmente.
La profesora golpeó ligeramente mi mesa banco con la regla.
- Señorita, no puede escribir con guantes- dice.
- Si, Miss- respondí tímidamente quitándomelos.
Bueno, como decía, no sé bien que era lo que me llamaba la atención, pero sus ojos eran lo mejor de ella: cafés claros y enormes, su nariz era recta y tenía pecas sobre las mejillas. Ese día, al entrar, miró justo hacia donde yo estaba y sonrió. Fue la primera vez en mi vida que consideré la posibilidad de enamorarme de una mujer.
Nos hicimos amigas desde el momento en el que me pidió mi horario de clases; desde el inicio me pareció espontánea e interesante, pero no quiero darles todos los detalles ahora. Supongo que ya nos irán conociendo.
Clase de álgebra, ambas la odiábamos.
Escribí en un trozo de papel un mensaje para ella que decía “¿Cuál es la sorpresa?”. Cristina lo leyó y soltó una pequeña risita.
“No comas ansias”, susurró.
A la hora del descanso, nos gustaba acostarnos en el jardín cubierto de hojas secas, bajo un robusto árbol, hasta que algún profesor nos pidiera que nos sentáramos correctamente.
Algo que me gustaba de Cristina, era que desafiaba toda la moral y las normas, hacía lo que quería y cuando quería. Lo que ella amaba de mí, era que a mí no me importaba lo que pensaran los demás, así que hacíamos buena pareja: la libertina y la indiferente. Yo no la juzgaba ni la sermoneaba cuando ella se divertía con los chicos, fumaba o tomaba; siempre me invitaba a hacerlo también y yo a veces le seguía el juego, pero la verdad era que no me agradaban mucho ese tipo de excesos; yo temía más que ella, le temía al libertinaje y a sus consecuencias. Y se lo había dicho, pero ella solo me tomaba de la mano y decía: “Vive un poco, Samantha”.
Yo miraba la luz del sol filtrarse por la copa del árbol mientras ella, recostada sobre mi vientre, arrancaba trozos de césped.
-¿Cómo estuvo la reunión familiar?- preguntó.
-Divertidísima- contesté secamente.
-Entonces no viste a Víctor…- Suspiré lentamente.
-No- respondí.
-Deberías dejarlo ya- dijo
Ella sabía lo que pasaba entre él y yo. Alguna vez lo había apoyado, pero últimamente, insinuaba que debería olvidarlo bajo el pretexto de que si me descubrían, me iría muy mal. ¿Desde cuando le importaban ese tipo de consecuencias? Definitivamente, ese asunto me desconcertaba.
-No lo haré… no después de lo que pasó- respondí.
Hacía algunos meses, mi familia y yo habíamos ido a tomar té a casa de la abuela; Víctor estaba allí. Desde muy pequeños habíamos sido buenos amigos, aunque no nos frecuentáramos seguido.
Era una tarde nublada de mayo, de esos días que parecen ser las siete de la noche. Víctor y yo permanecíamos sentados bajo la penumbra, en una esquina del sillón de pana con una flojera que se notaba en nuestra manera de sentarnos. Demasiado juntos como para bostezar. Él pasó su larga pierna por encima de mis rodillas y recargó su espalda sobre el descansabrazos. Yo miraba el piano indecisa de tocar algo, estaba demasiado cómoda en ese lugar.
Escuchábamos el choque de la vajilla de porcelana contra los cubiertos de metal. Olía a lluvia y al pastel de harina integral que mi abuela solía preparar relleno de mermelada de manzana. Mi favorito, jamás me lo perdía. Excepto por esa vez.
Lo que tuvo que suceder para que yo prefiriera perderme una gran rebanada de ese delicioso pastel.
La verdad es que yo no había planeado nada de lo siguiente, pero que ya lo hubiera deseado, era otra cosa.
Para ese entonces, tenía 16 años y el cabello más corto. Vestía un conjunto a cuadros rojo y beige.
Miré a mi primo. Sus ojos grandes y obscuros se veían pensativos. Entonces me devolvió la mirada.
-¿Qué hacemos?- preguntó. Yo levanté los hombros.
-Puedes escucharme tocar piano mientras sirven el pastel- respondí. En eso, como por azares del destino, mi padre se dirigió hacia donde estábamos y se sentó en el asiento frente a piano. Lo seguimos con la mirada decepcionados.
-Quizá después- dijo Víctor ahorrándome todo comentario.
-¿Vamos al jardín?- pregunté- Es un buen día como para estar aquí adentro-. Víctor y yo compartíamos el amor por los días nublados.
-Va- dijo poniéndose de pie. Me ofreció la mano para ayudarme a levantar y nos dirigimos al jardín.
El jardín trasero no era muy amplio, apenas cabían dos limoneros robustos y la hierba estaba cubierta con hojas secas. Ese lugar, sólo comunica al cuarto de servicio, que se encuentra bajando cuatro escaleras de piedra.
Nos detuvimos junto a los escalones, el viento despeinaba mi cabello. Crucé los brazos para aminorar el frío. Los truenos nos iluminaron por una décima de segundo.
Cada que pienso en ese momento, me es inevitable recordar cada sensación, cada idea que pasó por mi mente.
Víctor se acercó a mí y después de descruzar mis brazos, me tomó de la mano. Yo, por supuesto que me sorprendí, pero me obligué a pensar que aquel había sido sólo un gesto bienintencionado de primos.
-Vamos abajo- dijo mirándome con esa expresión desafiante, casi sensual.
-No va a estar abierto- dije. Y era muy posible, hacía años que ese pequeño lugar permanecía cerrado con llave.
Cuando éramos pequeños, Víctor y yo jugábamos a mojarnos con un atomizador que había allá adentro. Recuerdo que había una máquina de coser, una cama polvorienta y un armario muy viejo.
Víctor soltó mi mano y bajó las escaleras. Aún no sé porqué no intentó abrir y sólo se quedó mirando el picaporte quizá sólo titubeaba. Yo lo seguí. Mientras iba, escuché el ruido de mis zapatos contra la piedra y el sonido lejano del piano.
Puse mi mano sobre la chapa fría y la giré. La madera podrida crujió y nos dejó ver el interior de la pequeña habitación con olor a moho. Miré a Víctor con una sonrisa de complicidad; él me empujó ligeramente de la espalda para que yo entrara. Una vez adentro, cerré la puerta para que el viento no la azotase. Todo estaba perfectamente igual a como lo recordaba aunque quizá unos años más viejo. La máquina de coser de pedales cubierta por una tela manchada, la plancha de hierro, el armario de caoba y la pequeña cama con su colcha rosada.
Esa habitación había pertenecido a una sirvienta que había muerto hacía como 20 años. Imagínense el estado de ese lugar.
Por supuesto que el foco no había sido cambiado en años así que lo único que iluminaba era la luz del sol que se podía colar a través de las pesadas nubes grises.
Me senté sobre la cama recargada en la pared. Víctor se acostó junto a mí, mirando hacia el techo.
-Esto es acogedor- dije.
-Podría estar aquí para siempre- respondió él en voz baja. Entonces me decidí a cerrar la desgarrada cortina que debía cubrir una ventana pequeña frente al armario.
Cuando volví a la cama, pensé en que quizá sería muy atrevido que me acostara yo también pero dejó de importarme cuando él se hizo hacia la pared para que yo tuviera espacio.
Una vez acostada, Víctor me cubrió con su brazo. Yo seguía preguntándome si él aún tomaba eso como simples amigos.
¿Y si yo iniciaba otra cosa? ¿Y si le demostraba lo mucho que lo atraía?
Lo siguiente que hice fue acercarme aún más a él y abrazarle también. Podía sentir su temperatura en mi torso.
Entonces su mano fue subiendo lentamente por mis costillas. Después recorrió el mismo camino pero por debajo del saco. Mi corazón se aceleró precipitadamente. Allí sabía que el asunto iba más allá de simples primos. Y me sentí feliz, al fin tenía lo que tenía, pero sólo lo estreché más a mí.
Su mano continuaba subiendo. Al llegar al sostén, me convencí de hacer algo así coloqué su mejilla junto a la mía y la fui deslizando hasta quedar contra mi boca. Allí el asunto se aceleró; comenzó a besarme y las caricias fueron más lejos, por debajo de la camisa, encima de las medias, ya saben.
Les advierto que una hora después, cuando mi madre me habló desde la entrada del jardín, sólo nos incorporamos, pues no tuve que volver a ponerme nada y él tampoco, Bueno, quizá sólo el saco pues había hecho algo de calor allá adentro.
Yo desenredé mi cabello con las manos y salí de la habitación, corriendo bajo la lluvia. Víctor caminaba rápidamente detrás de mí, fajándose la camisa.
Creo que las gotas frías nos ayudaron a volver a la realidad y a hacer que nadie sospechara de lo nuestro. O quizá nadie lo hizo porque no se fijaron en la mirada que intercambiamos al despedirnos, como si no burláramos de los demás por no saber nuestro secreto.
“Te quiero”, le susurré antes de apartarme de él.
“Yo también te quiero” respondió mirándome tiernamente.
De allí en adelante, cada vez que nos mirábamos a los ojos, recordábamos ese secreto que nos agradaba compartir; sin embargo, las pocas veces que no veíamos, jamás mencionábamos lo que había pasado esa tarde.
Cristina conocía cada detalle de esa noche, a nadie más podría contárselo; incluso conocía a Víctor y había dicho que ciertamente, era algo atractivo, pero que sería mejor fuera más grande que yo por dos años en vez de un par de meses.
Al terminar las clases, el chofer de Cristina aguardaba afuera. Nosotras subimos y nos dirigimos a su casa.
Su madre, era una mujer joven y bonita, en busca de marido que quizá no les prestaba mucha atención psicológica a Cristina y a su hermano menor, pero se cercioraba siempre de que no les faltara nada.
Llegando a su casa, descubrimos que no había nadie, así que tendríamos que esperar para comer.
-Ven, quiero mostrarte la sorpresa- Dijo ella, tomándome del brazo. Nos dirigimos al jardín trasero y saltamos una verja para pasar al terreno baldío que se comunicaba con la casa. Nos detuvimos justo debajo de un enorme roble.
-¿Un árbol? – pregunté.
Cristina señaló la casita de madera construida sobre las ramas de éste.
-¡Una casa de árbol!- exclamé. Ella sonrió.
-¿No te parece fantástico?-
-Es muy bonita- respondí.
-¿Bonita? Qué importa si es bonita. Ahora tenemos un lugar secreto donde podemos hacer lo que queramos. Papá la mandó construir por mi cumpleaños-
-Oh, ya entiendo. Definitivamente es increíble-
-Incluso podríamos dormir o invitar a alguien. Sólo que ahora está completamente vacía-
-Me encanta la idea, Cris-
En ese momento, escuchamos a su madre hablarnos desde la cocina, pidiéndonos que nos viniéramos a comer. Ambas corrimos hacia la cocina, pero yo me quedé atrás pues la falda plisada, se quedó atorada en uno de los alambres al pasar por la verja. Cristina unos metros adelante, al mirar hacia atrás, se desternilló de la risa. Yo también reí y le dije que era una tonta.
Terminamos de comer y fuimos a la habitación para hacer la tarea. Creo que sólo conmigo allí, Cristina cumplía correctamente con sus deberes de la escuela, a menos que fueran muy importantes, los hacía un par de horas antes de entregarlos.
Siempre tardábamos horas pues nos distraíamos con el tocadiscos o cualquier cosa. Poníamos los discos de jazz de su padre y bailábamos o hablábamos de asuntos irrelevantes.
-Adivina quién me está buscando demasiado últimamente- dijo incorporándose sobre la cama.
-Déjame pensar… ¿Daniel?-
-Sí- respondió y retiró el sombrero de mi cabeza- Adoro tu cabello, yo quisiera tenerlo así de largo-.
-¿Y qué vas a hacer con él?- pregunté, quitándome el saco y la bufanda.
-Voy a ver si resulta… un rato-
-¿Y Max?-
-No se va a enterar-
Max no era el novio formal de Cristina, era con el que más tiempo pasaba. Quizá él se imaginaba como era ella, pero a Cristina no le importaba.
-¿Qué harías si él se enterara?
-¿Nada?- dijo. Entonces reímos.- Hay muchos hombres, Samantha, ya deberás saberlo-.
-¿Pero no hay uno al que más quieras? ¿Uno con el que te quedarías toda tu vida o por lo menos unos años? ¿No piensas que tiene que haber alguien especialmente para tí?-
-Quizá ¿Pero cómo voy a saber cuál es?-
-No lo sé, supongo que porque lo vas a querer más que a los demás-. La miré seriamente por el espejo, ella estaba detrás de mí, ambas sobre la cama.
-Qué ternura- Dijo antes de besarme en la mejilla. Yo río.
-Hablo en serio- dije. Cristina volvió a sentarse.
-¿Tú quieres a Víctor más que a nadie?- preguntó.
-No me hagas menospreciar a los demás con el afecto, lo de él es diferente.-
-No, Samantha, todo se trata de hormonas, necesidades físicas-.
Yo guardé silencio. Me costaría trabajo creer que ella lo viera así. Yo suponía que tenía que haber algo más, ese algo que hace a uno querer a sus papás o a sus amigas.
-Hay algo más…-
-¿Qué? ¿Amor?- preguntó burlándose.
-No, no-
-¿Entonces?-
-No lo sé.-
Para cuando terminamos la tarea, ya había obscurecido. Salimos a sentarnos al jardín un rato mientras mi padre llegaba por mí.
Mientras platicábamos, allí afuera, el frío volvió a aumentar. Yo metí las manos a los bolsillos. No pueden imaginar cuánto adoraba que hiciera frío; me gustaba abrigarme bien y sentirme cómoda, a diferencia del calor, pues odiaba sudar y sentirme sofocada con la ropa porque el uniforme resultaba bastante incómodo en el verano.
Observé a Cristina mirando el cielo. La primera de las estrellas ya había aparecido.
-Pide un deseo- le dije. Ella se quedó pensando.
-Ojalá fuéramos amigas para siempre- dijo después de un rato. Yo me sorprendí. Si antes de eso, me hubieran preguntado por su respuesta, quizá hubiera supuesto que ella iba a pedir ser más bonita o pesar menos.
-Vamos a serlo- respondí y me recargué en su hombro.
Cuando llegaron por mí, volví a ponerme el abrigo y me despedí de Cristina y de su pequeña familia.
En circunstancias normales, la mayor parte del año, yo resultaba ser alguien bastante pesimista, pero los adornos navideños siempre me ponían de buen humor. Los foquitos de colores, las guirnaldas doradas y las envolturas rojas y brillantes. Me parecía una especie de armonía en la que todos se ponían de acuerdo, sólo por el hecho de seguir una tradición. Era cuando más apreciaba a mi familia, pues el resto del año, me sentía más incomprendida y excluida.
Esa noche al llegar a mi casa y ver el árbol de navidad aguardando, con su olor a pino fresco y el otro aroma de pan con mantequilla de la cocina, me hicieron recibir una sensación acogedora. Mi madre horneaba pan francés con un mandil de holanes puesto.
-Querida, sube a ducharte antes de bajar a cenar- dijo al verme entrar por la puerta del comedor. Lucy se encontraba en la mesa haciendo sus deberes del colegio y Anna tejía una bufanda de color beige sobre el sillón de la sala.
-Esa amiguita tuya es el mismo demonio- dijo Anna sin suspender su actividad.
Mi familia, sabía el tipo de persona que era Cristina, pero a pesar de que mi madre temía que me influenciara, le simpatizaba bastante y me pedía que la invitara a comer seguido. Quizá lo hacía para mantenernos vigiladas.
En cuanto a Anna, creo que ella le tenía envidia o me envidiaba a mí por tener una amiga como ella.
A las once de la noche, me metí en la cama con tres cobertores encima y me hundí en la oscuridad de la habitación.
Cada noche, antes de dormir, pensaba en Víctor, me preguntaba si él me quería.
Desde hacía varios años, me habían gustado un par de chicos. El primero, jamás me quiso como yo a él y después de llorar un par de noches, lo dejé pasar, quedándome con la idea de que ese tipo de cosas eran ridículas y no valía la pena darles importancia; el segundo, se convirtió en mi mejor amigo, pero de repente dejé de quererlo; quizá fue porque me aburrí de esa relación tan íntima. Así que lo que sentía por Víctor, lo había sentido ya una vez aunque en menor cantidad. De cierta forma, me sentía feliz, queriéndolo y pensando que me quería; pero no me podía deshacer de esa inseguridad tan grande. Si jamás hablábamos de eso ¿Qué me hacía pensar que el hecho de que fuéramos primos, no le había empezado a incomodar?
Yo temía que él sólo hubiera considerado lo que había pasado esa tarde como un hecho extraño e irrepetible, ignorando todo sentimiento posible entre nosotros y continuando con su vida de antes, saliendo con otras chicas y ese tipo de cosas. Pero fuera de eso, como ya dije, me sentía feliz por haber encontrado a alguien así. Consideraba que él era la persona precisa para mí, por lo mucho que lo admiraba y lo bien que me sentía a su lado. Si creyera en el amor, podría decir que estaba enamorada.
Últimamente, me costaba mucho trabajo levantarme. No estaba segura de que se tratara de una etapa en la adolescencia en la que los jóvenes buscan una razón para su existencia. Yo creía que esa razón era el amor. Pero no me refiero a estar enamorada de alguien o a vivir para alguien, si no a querer algo. Las motivaciones de la gente son el trabajo, la música, la familia, los amigos; incluso pensaba que las viudas ancianas se levantaban cada mañana para darle de comer a sus gatos.
Y yo, al despertar, no podía “creer” en algo que me hiciera dar un brinco y salir de la cama. Me veía a mí misma como un fantasma deambulando por allí, buscando algo que hacer, pero sin ningún motivo. ¿Por qué nadie se veía tan angustiado como yo?
El pensar en Víctor, Cristina o en mis otras amigas del colegio, me motivaba de cierta forma; pero esa mañana, lo que me obligó a salir de la cama, fue el aroma a chocolate caliente que mi madre había preparado.
Al salir de la habitación, ya con el uniforme puesto, me di cuenta de porqué el chocolate. Tras la ventana, noté todo cubierto de neblina, que lentamente se estaba disipando hacia arriba. Sentí más frío que nunca en ese año.
-Espero que no tengas planes para el sábado- dijo mamá después de darnos los buenos días en la cocina.
-Bueno…quizá- respondí tomando una taza de porcelana.
-Anna y yo iremos al hospital- dijo.
-¿Para qué?- pregunté. ¿Qué tenía que ver eso conmigo?
-Tiene que arreglar unos asuntos escolares para poder ingresar- respondió. Anna estaba estudiando para ser enfermera. Yo jamás entendí lo atractivo de eso.
-El caso es que tu padre quiere ir a jugar dominó a casa de tu abuela- dijo. Yo seguía sin entender qué quería de mí.
-¿Y yo qué?- pregunté sintiéndome atacada.
-Lucy quiere que le des unas lecciones para tocar piano- dijo- Creo que sería buena idea que fueran a casa de tu abuela para que empezaran-
“Y ahora resultaba… Anna la enfermera, Samantha la pianista y Lucía la berrinchuda” pensé.
-¡Mamá… le puedo dar clases, pero ella no quiere leer las notas, sólo quiere saber tocar piano por arte de magia y así no puedo enseñarle! Además siempre va a querer usar el piano reclamé-
-Samantha, ¿No crees que estás siendo muy egoísta?-
-Mamá, no tienes idea de lo difícil que es tratar con Lucy-
-No les pido que sean las mejores amigas, hija, solo quiero que sean solidarias-
-Está bien, iré. Pero al primer berrinche de mi hermana…-
-Yo hablaré con ella-
Al salir de mi casa, deseé haberme puesto una blusa de algodón bajo el uniforme, pero ya íbamos tarde.
Llegando a la escuela, encontré a Gaby y a Miranda, mis otras amigas del salón. Discutían acerca del uso del pantalón en las damas.
-Samantha ¿Tú qué opinas? ¿Verdad que sería muy incómodo?- preguntó Miranda.
-A mí no me desagradan las faldas- respondí.
-Es lo que yo digo, no tienen nada de malo- dijo Gaby.
-Pero en tiempos de frío, supongo que calientan mejor que las medias- agregué.
-No, las medias de lana son más abrigadoras que los pantalones- repuso.
-Si nos dejarán usar pantalones en éste colegio ¿Qué seguiría después? ¿Escuela mixta?-
-¿Escuela mixta?- preguntó Cristina, acababa de llegar- Eso sí sería grandioso-.
Gaby y Miranda intercambiaron miradas seriamente.
Cristina me alejó del grupo y nos encaminamos hacia la sala de estudio.
-Samantha, tienes que ir el sábado a dormir a mi casa, he preparado la casa del árbol y sería divertido- dijo emocionada. Cuando Cristina estaba feliz, se veía radiante, como un ángel y generalmente lo estaba. Sólo en clases, tenía esa cara de aburrimiento que significaba que su mente estaba en otro lado. Jamás la había visto llorar ni ella a mí, pero yo la había tratado demasiado enojada en una ocasión que la profesora de historia le pidió que se quedara después de clases para platicar con ella. Cuando Cristina salió del aula y comenzó a hablar, yo pensé que jamás en mi vida había escuchado a alguien decir tantas groserías en una sola oración.
Entramos al salón y elegimos un sillón de piel para dos personas.
-El sábado no puedo- respondí- Mi madre me hizo prometerle que le ayudaría a Lucy con el piano-. Noté en su rostro la desilusión.
-¿Y mañana viernes? ¿Porqué no?- pregunté.
-Creí que iríamos a la fiesta de Clara-
-Ah… lo había olvidado. Bueno, vamos juntas. Dormiré en tu casa y regreso a la mía el sábado a medio día- sugerí.
-Si perfecto, así te quedarás más tiempo en la fiesta-
Clara era una pelirroja simpática dos años menos que nosotras, era hermana de Daniel, uno de los pretendientes de Cristina.
Yo no tenía idea si Cristina quería ir para verse con Daniel, con Max o con algún recién conocido. Pensé en preguntárselo, pero luego se me ocurrió que si lo hacía, ella lo tomaría como una indirecta moralista.
Ese día, salí temprano de clases y fui a mi casa caminando. Miranda me acompañó las primeras cuadras pues ella vivía más cerca del colegio.
-Sí irás a la fiesta de mañana ¿Cierto?-
-Sí, claro ¿Tu también?- pregunté.
-Por supuesto ¿Crees que esté divertida?- Miranda no salía mucho, era algo tímida, pero a mí me agradaba como amiga.
-No lo sé ¿Qué importa? La diversión está dentro de uno ¿Cierto?-
-Sí, pero a mí no me gusta que haya gente ebria vomitando por todos los rincones de la casa. Es desagradable-.Yo reí.
-Es la casa de Clara. No creo que el ambiente se preste para eso-.
Mientras caminaba, comencé a razonar otra vez. ¿Para qué ir a esa fiesta? En realidad veía absurdo ver cómo los jóvenes se embriagaban y se atrevía a hacer cosas que en situaciones normales no harían. El cumpleaños de alguien siempre era un buen pretexto para darle rienda suelta a sus hormonas. Seguramente yo me quedaría sentada en un sillón, platicando con Miranda y tomando limonada.
Es lo malo de querer tanto a alguien, que todo lo que no se trata de esa persona pierde sentido.
Ojalá nos pudiéramos ver en algún lado, pero él una vez, había comentado que eso era para los novios, por lo tanto yo me tenía que conformar con encuentros casuales. Como sea, yo debería estar pensando, al igual que él, que eso se trataba sólo de cursilerías ridículas.
Pero de repente me descubría a mi misma siguiendo ideas que no sabía bien de donde habían salido; si yo había llegado por medio de razonamientos propios a una conclusión o si se trataba de algo que él pensaba y yo seguía ciegamente sólo para agradarle. Me preguntaba si toda mi vida no estaba girando en torno a educarme a mí misma para ser la persona que a él le gustaría que yo fuera. Llegaba a tal punto en el que no sabía hasta donde era yo y hasta donde era Víctor.
Eso de obsesionarse era a veces así de molesto: uno pierde su orgullo, su personalidad y se convierte en una botarga ridícula ejerciendo un espectáculo mal pagado y poco original.
El viernes por la mañana, llegué al colegio con la mochila más llena de lo normal y una bolsa extra con cosméticos, sepillos y una rizadora para cabello.
Cristina se veía más alegre de lo normal. A mí me animaba el hecho de que al menos saldría de la monotonía de todas las semanas.
La casa de Cristina, también tenía adornos navideños por todas partes, pero a diferencia de mi casa, los de ella, eran comprados y no hechos por su madre.
Cuando llegamos, subimos directo a la casa del árbol.
El suelo de madera estaba cubierto de cobijas y también había una lámpara, un florero y una caja de cartón cuyo contenido desconocía.
-Se ve cómoda- dije-
-Podemos invitar a alguien aquí después de la fiesta- dijo.
La casa de Clara quedaba sólo a un par de cuadras de allí así que seguramente iríamos caminando.
-No lo sé- dije- Yo no quiero traer a nadie-. Cristina se acostó sobre los cobertores. Cada que lo hacía, me acordaba de la impresión que me causó una vez que dijo que su actividad favorita era dormir. Yo no le veía mucho sentido ya que uno por lo general no se da cuenta de que está durmiendo.
-Entonces sólo seremos las dos- dijo. Yo me acosté junto a ella.
-Lo necesario ¿Cierto?- pregunté.
-Claro que sí- responde ella.
Un par de horas antes de la fiesta, Cristina fue al cuarto de su madre mientras yo sacaba la secadora y los demás cosméticos y los ponía sobre la cama. Sólo demoró unos instantes. Volvió con una gran sonrisa.
-Samantha, Samantha, mi madre nos permitió usar su tina-
La tina del cuarto de la madre de Cristina era bastante amplia, yo me imaginaba que ella y algún amante se metían allí, la cubrían de espuma y bebían champaña. Aun así, siempre había querido bañarme allí.
-¿Nos bañaremos al mismo tiempo?- pregunté. La sonrisa en su rostro desapareció.
-Si no ¿Cómo esperabas?-
-No, no, está perfecto, vamos- respondí.
Fuimos con un par de toallas y los vestidos de fiesta colgados en ganchos hacia el cuarto de su madre. Pusimos agua lo suficientemente caliente para que durara un buen rato e hicimos que toda la superficie estuviera cubierta de espuma. Luego, nos quitamos la ropa en lugares separados y aparecimos junto al jacuzzi en toalla solamente.
En seguida, frente a mí y sin pudor alguno, Cristina se desató la toalla y se sentó sobre el borde de la tina. Su cuerpo era casi perfecto, muy bien dotada, diría yo, algo que no se notaba con la ropa de diario.
Creo que me sonrojé en ese momento. Quería verla, sin embargo me causaba demasiada pena.
Quizá suene raro, pues en mi familia yo me había criado únicamente con mujeres, pero en mi familia nunca había tomado un baño con alguien más desde los 9 años y entre las chicas del colegio, sólo nos dejábamos ver en ropa interior.
Miré sus piernas, parecían tan suaves. Luego de eso, me reprendí por tener esa clase de pensamientos. Cristina miró hacia donde estaba yo, tomó espuma e intentó lanzármela, pero ésta sólo cayó a unos centímetros de ella. Reímos y luego ella se sumergió completamente en el agua.
Yo metí las piernas primero y fui levantando la toalla conforme me sumergía y hasta que quedé fuera de ella, la lancé hacia el suelo seco.
No podía evitarlo, sentía pena por haberla visto desnuda, por lo que me quedé muda unos minutos.
-Di algo- dijo. El vapor salía del agua y la temperatura coloreaba sus mejillas.
-Como qué- respondí.
-No lo sé, lo que quieras-
-¿Quieres que hable de hombres?-
-¡Sí!- respondió. Yo reí.
-Yo no soy la experta, habla tú- le dije.
-¿Hasta donde llegarías con un hombre?- preguntó.
Yo me incorporé un poco, acercando la espuma a mí para cubrirme el pecho.
-Aún no lo sé- respondí.
-¿Harías… eso?- preguntó.
-No, no lo creo ¿Tú sí?-. Cristina meneó la cabeza.
-Aún no-
Anteriormente, ya había hablado de sexo con mi madre, pero definitivamente, era menos incómodo hacerlo con Cristina. Luego, el tema se fue derivando hasta dejarnos hablando sobre Víctor.
-Tú sabes que yo lo apruebo- dijo- No tengo porqué involucrarme en tus cosas-.
-¿Pero…?-
-Pero sabes que no es normal- continúa diciendo.
-¿Y?-
-Tarde o temprano alguien tiene que saberlo, además nada es para siempre-
Y ahora Cristina estaba comenzando a hablar como mi madre, eso me molestó mucho teniendo en cuenta la clase de persona que era ella.
-Sólo lo sabemos nosotros tres, los secretos así se quedan Cristina- respondí seriamente.
-¿Porqué él? ¿Porqué te complicas tanto la existencia?- dijo levantándose y saliendo de la tina, repitiendo el espectáculo embarazoso.
-No lo sé… esto va a sonar muy trillado, pero él es especial, es mas afín a mí. Tú sabes que yo soy especial ¿cierto?-
Ella asintió pasándose la toalla por las piernas para secarse.
-Es difícil encontrar a alguien para mí- dije.
Mientras nos vestíamos, no entablamos conversación. Yo me puse un vestido color verde pino y un saco negro, Cristina usó un conjunto algo escotado de color beige y saco color café. Me prestó un collar de esmeralda de fantasía y ella se puso uno de ámbar. Limpiamos los tacones con franelas del lavadero.
Le ayudé a rizarse el cabello hasta que tuviera cada bucle bien definido. A mí me colocaron tubos ella y su madre y luego pasaron la secadora. Usé guantes nuevos y un poco de la loción que le habían traído a Cristina de Europa.
A las ocho en punto, llegamos caminando a la casa de Clara, la fiesta tenía media hora de haber comenzado.
En cuanto entramos, una decena de chicos y chicas rodearon a Cristina. Yo me volvía a sentir invisible por más intentos que hacía ella de presentarme con su grupo social.
Vi a Miranda sentada en la sala con una jovencita que había visto anteriormente en el colegio así que me separé de Cristina y fui hacia ellas. Noté que Miranda estaba feliz de verme.
Clara pasó a un lado de mí con un recipiente lleno de ponche y me preguntó que si no quería dejar mi sombrero y el saco en el perchero de la entrada. Pero que tonta, lo había olvidado completamente.
El nombre de la otra jovencita era Sabrina. Platicamos unos minutos, luego entraron a la casa una serie de muchachos acelerados que traían bebidas alcohólicas como para una semana.
Vimos a Cristina acercarse a ellos.
-Y comienza el espectáculo- dije en voz baja.
Miranda rió pero yo no estaba segura de que me hubiera entendido.
Un chico bastante apuesto, de cabello castaño y ondulado, se apartó del grupo para servirse algo de vino en la cocina. Cristina lo siguió y pronto los vi salir de allí a ambos, riendo. Al joven parecía agradarle ella, luego él le ofreció una bebida y ella aceptó.
Yo pensé que podía escribir todo un manual de técnicas que mi amiga usaba para agradarle a alguien. Siempre infalibles, al menos para ella.

Se sentó en la esquina de la mesa del comedor, cruzó la pierna y le pidió un cigarrillo. Al reírse, se inclinaba ligeramente hacia atrás y cuando él hablaba, los ojos de ella parecían estar profundamente concentrados en el tema, pero yo sabía que divagaba en su físico. Reí desde mi asiento en el sillón mientras Miranda y Sabrina hablaban de ballet.
Durante una hora estuve bebiendo ponche y hablando con mis compañeras sobre las institutrices.
En ese momento, apareció en la puerta de la entrada Daniel. Yo aguardaba ansiosa el momento de ver qué iba a hacer Cristina.
Él se dirigió hacia donde estaba ella con el recién conocido, lo saludó y se llevó a Cristina al jardín delantero de la casa. A ella no pareció importarle en lo más mínimo dejar al otro chico sólo. No pude evitar compadecerme de él cuando se quedó sin saber que hacer, sacó un cigarrillo y se recargó en la mesa.
Decidí ir hacia él y pedirle un cigarro de pretexto-
-Claro- dijo sacando la cajetilla rápidamente cuando se lo pedí.
-Te agradó ella ¿cierto?- pregunté.
Él movió la cabeza lentamente de un lado hacia otro entrecerrando los ojos por el humo de su cigarro.
-Es una zorra- dijo.
-¡Oye no la llames así!- dije indignada. Él se sorprendió.
-¿La conoces?- dijo.
-Es mi mejor amiga- respondí. Dejé el cigarro sobre la mesa, justo a un lado de él y me encaminé a mi lugar en la sala.
De acuerdo, fue un error haberlo saludado pero ¿Yo que iba a saber?
-¡Oye disculpa!- gritó ya que yo me había alejado.
Volví a sentarme y vi a Cristina volver a entrar a la casa con Daniel. Cuando me vio, me guiñó el ojo. Yo sonreí.
Después de eso, llegó aquel chico castaño y se acercó a mí.
Y aquí viene. Que insistentes son los hombres ¿no? Bueno, no todos en realidad.
-Déjame ofrecerte un trago… por favor- dijo. Yo no dije nada y él me sirvió la mitad del contenido de su vaso en uno limpio, ofreciéndomelo. Yo lo tomé.
-Disculpa, no sabía que era tu amiga- dijo arrepentido.
-Está bien- dije indiferente.
-¿Cuál es tu nombre?- dijo.
-Samantha ¿Y el tuyo?-
-Bruno-
Tal vez tu amiga no es una zorra dijo- pero de serlo tú lo reconocerías ¿cierto?-
-Lo es- respondí y él me miró sorprendido- Pero no es de la incumbencia de nadie-.
-Sabía que lo reconocerías-
-¿Por qué?- pregunté.
-Porque pareces inteligente- dijo.
Claro que sí, ahora esa persona desconocida estaba usando una estrategia conmigo.
-¿Eso le dices a todas?- pregunté.
-No, hablo en serio-
-¿Qué es lo que me hace parecer inteligente?-
-Sólo las intelectuales se sientan en la sala sin beber y tú no has tocado tu vaso- respondió.
-No soy una intelectual. Además no es lo mismo intelectual que inteligente-
-¿Lo ves? Eres inteligente-
-Pero no intelectual- dije dándole un trago a la bebida.
Decidí, que no tenía problema con permitirme tomar un poco. Y si Bruno usaba esas estrategias para intentar algo conmigo, no me importaba. Pensé que sería como un juego, una obra de teatro donde yo fingiría ser como Cristina… para ver qué se sentía.
Conforme iba tomando, sentía el efecto del alcohol posarse sobre mi cuerpo entonces pude notar una sensación tranquilizadora y todo se volvías mas irreal, como en un sueño. He de haber tomado tres vasos de la misma bebida y Bruno el doble, quizá.
Continuamos riendo y bromeando sobre tonterías de Santa Claus, hasta que dos horas más tarde, llegó Cristina, con Daniel a un lado y me dijo que si nos íbamos. Yo comencé a despedirme, pero ella me detuvo.
-Vamos a continuar en la casa del árbol- dijo- Puedes pedirle a tu nuevo amigo que venga con nosotros-. Yo supuse que Daniel también iría así que acepté la sugerencia.

Wednesday, March 22, 2006

Era el año de 1840...
(I parte)

Es el año de 1840. Vivimos en pleno siglo XIX.
Cuando el cielo deja caer sus últimas lluvias a principios de noviembre, el clima es frío y húmedo. Esta tarde me encuentro sentada sobre la vieja mecedora en una esquina del oscuro desván. Pienso mientras acaricio el suave listón color perla, bordado sobre mi vestido y miro por la ventana a la gente pasar con sus decorados paraguas. Me entretiene ver como las mujeres, al pasar recogen sus vestidos para que el charco fuera de mi casa no les empape sus bastillas, dándole menor importancia al destiñe de sus botines; mientras otras, vanidosas se preocupan por que su cabello se encuentre bien protegido bajo su sombrero, pues saben que unas cuantas gotas, harán ver desechos sus delicados bucles. Veo, también como los caballeros pasan, absortos en sus pensamientos haciendo gestos y ademanes para ellos mismos, recordando, quizá alguna conversación y no saben que detrás de un vidrio cercano alguien los observa y se pregunta qué es lo que piensan.
Un hombre joven camina lentamente y se detiene. Voltea lentamente hacia donde yo estoy. Sabe que estoy ahí y levanta un poco su sombrero de copa para permitirme ver su mirada. Es Eduard, primo de una amiga mía, es amable pero tristemente perteneciente a la clase aristocrática. Sonríe y me hace una reverencia ¿cómo supo que yo estaba allí? Yo saludo desde el otro lado de la ventana con la mano cubierta por mi guante blanco. Él continúa su marcha. Un buen joven en edad de casarse, mientras yo, a los dieciséis años no podría siquiera pensar en las posibilidad de ser partidaria para esposa de un hombre diez años mayor y pero aún, rico.
Suspiro mientras lo veo alejarse y le doy vuelo, con los pies, a la mecedora. Oigo cascos de caballos acercarse y al mirar otra vez por la ventana veo a mamá y a papá bajar del carruaje; corren hacia la entrada de la casa y oigo como mi hermana Margot baja apresuradamente los escalones dispuesta a abrirles. Sé que debería salir a recibirles, pero no, quiero estar sola. Recargo la cabeza en el respaldo de la silla.
Oigo que cesa de llover, quizá pueda dar un pequeño paseo sola. Me pongo de pie y me dirijo a la puerta, escucho como el ruido de mis tacones se amplifica en este lugar; giro el picaporte de la puerta y salgo. Bajo los escalones de madera que en tiempo de lluvias rechinan mientras uno los pisa. Oigo a mis padres hablar en la cocina, así que solo aviso mi salida:
- Iré a dar una caminata, vuelvo para la cena-. Tomo mi sombrero y mi saco de muselina que yace sobre el respaldo del sillón. Antes de colocarme el sombrero lo miro de frente, veo el moño que le adorna y se me hace ridículo. Intento quitárselo pero está bien pegado.
Me lo coloco sobre la cabeza y abro la puerta para salir. Inmediatamente me rodea el frío, me visto el saco y comienzo a caminar. Bajo los escalones de piedra de la entrada y abro la reja. Recojo un poco mi vestido por la mencionada razón y comienzo mi marcha. No llevo paraguas así que si comienza a llover me tendré que arriesgar a un buen resfriado; así es, las enfermedades me importan más que el aspecto de mis bucles, aunque de cualquier modo, no tendría que preocuparme, pues me agrada llevar el cabello recogido.
Camino por las calles mojadas unos minutos, parecen desoladas, hasta que veo desde lejos a una señorita que viene del brazo de un caballero de bigote. Lleva puesto un vestido de seda rosa con moños y lazos por todas partes; guantes, sombrero y botas hacen conjunto con su traje. Al pasar junto a mi me mira de pies a cabeza, ve mi sencillo vestido beige de encajes blancos, con cierto desprecio. El caballero se inclina el sombrero hacia arriba y saluda “Buen día, señorita”. Y la engreída señorita a su lado solo levanta la cabeza orgullosa. “Ridícula”, pienso.
¿Qué es lo que se depara para una joven de la clase media en estos tiempos? Estudiar un poco, aprender a cocinar y a realizar el aseo de la casa, para que a los veintitrés años casarse con un hombre de su mismo nivel social; pasar la vida tejiendo, vivir a expensas de su marido.
Al pensar en eso me figuro que somos títeres sin sentido de la individualidad, haciendo sólo lo que se “usa” hacer. ¿Qué clase de vida es esa?, es deprimente pensar en eso.
Ha comenzado a llover levemente y me encuentro justamente a una cuadra de casa de Helenna, mi amiga. Corro hasta llegar a su pórtico y llamo a la puerta. Abre ella.
-Madeleine, que sorpresa- dice permitiéndome entrar. Me despojo del saco y del sombrero y acomodo detrás de mis orejas los mechones ondulados que se han soltado del “chongo”.
-Pasa, pasa- dice. Yo camino hacia la sala, el interior está casi en penumbra. Me miro en el espejo y me paso la mano por el cabello castaño para secar las gotas de lluvia, en eso, veo por el espejo que hay alguien detrás de mí, alguien que entre las sombras me mira fijamente. Volteo rápidamente para ver de quién se trata.
Es Eduard.
-Oh, que susto- digo con la mano en el pecho, él sonríe desde el fondo de la sala.
- No la esperábamos por aquí, Madeleine-dice, con una voz cargada de misterio.
-Yo… quería dar un paseo y cuando comenzó a llover vi que me encontraba cerca de casa de Helena y…-
La mirada fija de Eduard hace que mi pulso se acelere y que mi respiración se haga difícil, sus ojos obscuros, fijos en mí, hacen que me ponga nerviosa. Recupero el aliento.
-…y decidí venir a visitarla- termino la frase.
-Ya veo- dice pensativo- una joven bonita como usted, no debería salir sola-. Yo siento como me sonrojo.
- Sobretodo por el peligro que ha habido en las calles últimamente-.
Entra Helenna con una charola de té en las manos.
-Les vendrá bien un poco de té de azahar…Madeleine, haz el favor de tomar asiento-.
Yo camino sobre la alfombra rodeando la mesita de té y tomo asiento en el sillón frente a Eduard. Comienzo a hablar con Helenna sobre el libro que le he prestado. Siento que al hablar, Eduard no me quita la vista de encima.
Después de un rato llegan más visitas haciendo que Helenna nos deje solos; permanecemos un par de minutos en silencio mientras yo pienso en el miedo que me causa ese joven, quizá por su piel tan blanca y sus ojos y cabello negro pero a la vez, esa mirada, sumada al hecho de que es más grande que yo y un tanto excéntrico me hace sentir una especie de atracción hacia él.
- ¿Está usted comprometido?- pregunto.
- En realidad no, sigo buscando a la mujer ideal-
- Disculpe mi curiosidad, pero me gustaría saber que características tiene esa mujer-
- Disculpo y justifico su curiosidad, señorita, pero es aún usted muy joven para comprender ese tipo de cosas-
Eso me enoja.
- Y espero que vos disculpe mi osadía, pero me molesta que me vea como cualquier jovencita de pensamientos e ideales absurdos, que solo viven para “hacer feliz” a su marido y educar a sus hijos, preocupadas por ser como una muñeca de porcelana y no crea que he sido maleducada, pero entienda que me parece despectivo un estereotipo así. ¿O qué cree que soy?-
El sonríe.
- Vaya que me sorprende, Madeleine… quizá en usted, como en pocas habitan cualidades que os hacen dignas de ser distinguidas-
- ¿Y de que nos ha de servir eso? ¿De qué nos sirve pensar? Sólo nos hace sentirnos la oveja negra de la sociedad pues hoy en día nadie desea ser diferente-
- Quizá en su mundo no sirva de nada, en su mundo ser la oveja negra es malo- dice inclinándose hacia mí.
- No me hable de utopías pues yo refiero a la realidad- digo
- Puede no ser una utopía, señorita…simplemente veo más horizontes. El hecho de que no conozca París no significa que no exista. ¿se atreve a contradecirme aún?-
- No, en eso no-. Nos quedamos en silencio unos minutos. Él parece estar pensando en algo, mientras que yo me cuestiono ¿a que se refiere con eso?
- ¿Desde cuando piensa usted todo eso?- pregunta interesado.
- Un año, quizá-
- ¿Qué más le molesta?-
- Sólo eso, la inconciencia, las modas absurdas que toda la sociedad sigue. Para serle honesta me molesta en sí la sociedad… quisiera vivir en otro mundo, en un lugar más… ¿misterioso quizá? O ¿cuál es vuestra perspectiva?- pregunto.
- Creo que tiene razón, Madeleine pero también veo que sufre innecesariamente pues no tiene porqué soportar esas aberraciones…hay un lugar mejor, señorita- se pone de pie- existe un lugar donde no hay esa mediocridad, porque la sabiduría es aún mas rica, donde el bien y el mal no existen, donde la línea entre la vida y la muerte comienza a crear otros mundos…
- ¿Cuál es ese lugar?- pregunto, impaciente.
- Es tarde ya y ha comenzado a llover… si gusta puedo llevarla a su casa-.
Quizá debo rechazar la invitación, pues sé que su presencia me hace temblar. Quizá, sentada en el carruaje junto a él, note que me pongo nerviosa.
-Está bien- acepto. Nos despedimos de Helenna y salimos de su casa; me vuelvo a colocar el sombrero y el saco.
Abre la puerta del carro, me introduzco en él y la cierra, luego él se sube y comienza a andar. En todo el camino no hablamos.
De vez en cuando le miro de reojo y luego volteo a ver el camino. Él me mira y luego, también, desvía la mirada. Trato de concentrarme en mi respiración.
Al llegar a mi casa, se detiene. Yo me había quitado los guantes y tengo las manos entrelazadas sobre el regazo. Él pone su fría mano encima, lo que acelera el latido de mi corazón y acerca su boca a mi oído, tan cerca que siento su aliento.
- Tengo lo que busca, Madeleine- susurra. Yo me quedo helada…sus palabras son como un hielo que se desliza a lo largo de mi cuerpo sobre mi cálida piel. Lo miro y el sonríe mostrando su blanca y perfecta dentadura. Después baja para abrirme la puerta.
Después de la cena, toda la familia, nos sentamos en la sala para conversar. Yo no quiero contar mi experiencia de esta tarde, así que subo a mi habitación a pensar en eso.
Cada que lo recuerdo, creo volver a sentir su aliento en mi oído, pensar en su mirada hace que mi respiración se vuelva a agitar. Deseo con ansiedad volver a verlo. Tanto, que podría bajar ahora mismo por la ventana y correr entre la noche, para sentir una vez más su mano fría sobre mi piel. Pedirle que acaricie mi mano, mi cuello… para que mi cuerpo vuelva a temblar al sentir el frío de sus dedos. Oh, esa sed, esa ansiedad que me hace pensar en el amor. ¿Es que estoy enamorada de él? ¿O será simplemente obsesión? Lo que sea de lo que se trate, sé que no podré desminuirle o distraerle ni con el paso de las semanas. ¿Acaso mi cuerpo empieza a sentir la necesidad de otro tipo de presencia? ¿O es que mi fastidiosa obsesión por lo extraño y diferente me ha hecho querer tener a un hombre así? Ay de mí, tarde que temprano mis pensamientos iban a traer una repercusión y ahora la veo, viéndome a mi misma atrapada por los muros de la impotencia. Qué lástima me doy, alejada de todos por ser diferente y frustrada por no tener lo que deseo y es que lo que deseo es verdaderamente difícil de conseguir. Pues ¿qué oportunidades hay de verme en los brazos de ese que tan lejano se ve y se atreve a burlarse de mí creando ilusiones de una utopía que siempre construí? Y yo, no estoy exonerada de toda culpa de ese maléfico sufrir, pues es mi inocencia la que permite que entren todas ideas a mi mente, pero… ¿qué tal si no soy ilusa e inocente? Nadie me había hacho creer algo, nunca había creído en algo por alguien más. Es, entonces él el único culpable, pues sabrá Dios como hizo para que yo viera las cosas de aún más diferente forma.
Han pasado algunas horas, las luces de la casa están apagadas ya, y todos en sus camas. Miro en la oscuridad el techo…………………
-Bueno si me permites, debo dormir pues si no descanso lo suficiente me sentiré agobiada todo el día- dice y vuelve a su posición de lado.
Escucho las doce campanadas del reloj en el piso de abajo y me acomodo bajo las cobijas para despejar mi mente y tratar de dormir.
Me he de haber quedado dormida pues me encontraba de repente en un lugar semi iluminado. A mis pies, aguardaban unas amplias escaleras cuyo centro se hallaba cubierto por una alfombra color vino. ¿Dónde estoy?
Estoy dentro de mí misma pero mi cuerpo no obedece a mi pensamiento, mi cuerpo actúa por su propia cuenta.
Me siento diferente. Algo está mal con mi vestuario, con mi cuerpo, con mis sentimientos, simplemente era diferente. Siento el corsé más ajustado que nunca. Si pudiese ver tan sólo mi vestido… ¿de qué color es? Aunque no pudiera verlo sentía algunos aspectos que me hacían adivinar lo que llevaba puesto. El tacto suave y delicado de mis piernas me hace saber que visto medias de seda y la posición de mis talones me dice que llevo botas de tacón alto. A pesar que el traje me aprieta el pecho, no siento incomodidad, y por la temperatura de mi cuerpo, sé que mi cuello y hombros están desnudos y que mi cabello cae sobre ellos. Me siento extraña, quizá estoy en otro cuerpo.
Miro hacia abajo, nerviosa, veo unas cincuenta parejas bailando, algo está mal ahí: el escenario, los vestidos, la música…no alcanzo a detectarlo porque alguien pone su mano sobre mi hombro descubierto. La mano no se siente fría, pero por la sensación que le causó a mi cuerpo, sé que es Eduard. Lo miro… la atracción se despierta otra vez. Está vestido elegantemente pero diferente. Me tiende la mano, yo siento como mi cuerpo levanta el brazo para dárselo. Veo el brazo, veo el guante negro de seda que me cubre hasta el codo ¿Negro? Ya tomados del brazo, bajamos los escalones. Al recoger mi vestido y fijarme en no pisar la falda, veo que estoy envuelta en un fino traje del mismo color que mis guantes.
Al llegar a la pista de baile, Eduard me coloca junto a él, de tal modo que percibo la temperatura de su cuerpo, mi pecho está en contacto con el suyo, nuestras manos están unidas y su otra mano abraza mi cintura; comenzamos a bailar, siento mis movimientos ágiles y ligeros, como si estuviese flotando. Él me mira profundamente a los ojos.
En ese momento despierto. Ya es de día. Vaya que ese es el sueño más encantador que he tenido en mi vida.
Temo tanto que en el transcurso del día se borre esa sensación, esos recuerdos tan reales y sólo me quede en la mente la simple idea de que soñé maravilloso. Mi deseo de volver a ver a Eduard es aún más grande que el día anterior, necesito verlo… ¿qué hora es? ¿Estará en casa de Helena? Las posibilidades son remotas. Tengo que pedirle que me muestre su mundo, decirle que estoy dispuesta a dejar todo eso que odio, convencerle de que estoy dispuesta a conocer lo que he estado esperando.
Acomodo mi cama rápidamente y bajo al comedor, toda la familia está desayunando ya. Después de saludar con desgano me siento en una de las sillas, bajo la petición de mi madre. Permanezco mirando mi plato vacío mientras los demás hablan alegremente……………
Mi familia partió después de media hora. Yo espero en el desván a que el carro se aleje; me he puesto mi traje rojo, que se encuentra bastante desgastado, pero el color aún está fijo.
Dos horas después me encuentro exactamente en el mismo lugar. No lo encontré en casa de Helena y después de platicar un poco para no hacerle notar mi extraña ansiedad, me comentó que la casa de su primo estaba bastante retirada como para ir caminando; entonces fui a casa a sentarme en la mecedora del desván, esperando verlo pasar por afuera de la ventana.
Pasan los minutos, las horas y comienzo a sentirme aburrida. Me levanto y voy por mis instrumentos para tejer. Pienso que debí de haber ido con mis padres, pero después más arrepiento haber creado esa idea.
Comienzo a tejer una bufanda, pero suspendo al ver que mi falta de concentración hace que el tejido se vea desalineado. Suspiro y miro por la ventana. Nadie pasa. Comienza a oscurecer.
Es entonces cuando decido salir de la casa. Me dirijo, caminando lentamente hacia la plaza y regreso. Cuando voy acercándome a mi casa, veo la silueta de un hombre con traje oscuro, sombrero y una corta capa. Espero que sea él.
Se acerca y me parece eterno lo que tarda en caminar hasta donde me encuentro. Se detiene frente a mí. El sombrero yace sobre su rostro y me impide ver sus facciones; me inclino un poco hacia abajo para verle. Se lo quita.
Es él, lo sabía. Miro su blanca piel, sus ojos.
-Oh Eduard, he esperado todo el día para…
-Shhh- dice. Me ofrece su brazo para caminar con él, se lo doy y recuerdo intensamente el sueño de anoche. Caminamos del brazo bajo la luna plateada y las nubes grises, la luz de las lámparas se refleja maravillosamente sobre la acera. Me siento feliz, hace ya varios años que no tenía ese sentimiento. Al fin lo he encontrado, he encontrado el motivo de mi existencia.
Caminamos dos cuadras y dimos vuelta, una calle más y nos detenemos en la última casa. Es una construcción grande y hermosa de ladrillo gris, cuyo interior parece carecer de iluminación. Subimos las escaleras del pórtico y Eduard busca las llaves en su saco, da un paso adelante pero yo no me muevo ¿debo entrar? A pesar de que mi casa está cerca, me siento insegura de entrar por la noche a un lugar desconocido. Él me mira, su expresión me dice “no temas, yo estoy contigo”. Coloca su brazo en mis hombros y me conduce hacia la entrada, me siento más protegida. Antes de que encuentre las llaves, alguien desde el interior abre la puerta.
Entramos y veo a la persona que nos dejó pasar. Es una hermosa mujer de unos veinte años, su cabello es como la sangre seca, en verdad me da esa la impresión pues cae en sus hombreo y rostro en ligeras y delgadas ondulaciones en vez de bucles. Su piel era tan delgada y blanca que se podían ver las venas de su cuello; sus ojos son grandes y grises y sus labios delgados y rojos. Me parece la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Y su vestido, su vestido es también maravilloso. Es como el fuego rojo y brillante hecho con seda color vino y encajes negros. Me quedo anonadada por unos momentos.
- Así que es ella – dice mirándome, sus ojos se abrieron aún más en señal de orgullo.