Wednesday, August 20, 2008

Cuento no. 3



”Sing me a song of your beauty of your kingdom Let the melodies of your harps caress those whom we still need”

Estimada E:

Te hablo a ti, princesa, desde el centro del universo donde no suele haber más que frío. Pero eso que importa, si mi interior es lo único que parece existir. No quisiera pedir perdón por lo que te sucede, sólo intento justificarme. Juro que eso se ha salido de mis manos; hay una magia muy grande que no puedo controlar. La maldición que se ha hecho es incorregible ya. Si él no puede sentir nada, es porque así tenía que ser; el orden se ha restablecido. Sé que no fue tu culpa, pero créelo, yo soy quien pago más…


Érase una vez un reino encantado muy lejano a nuestros tiempos y tierras, donde había un castillo ubicado junto al mar, justo en la cima de un imponente acantilado. Era tiempo aún de dragones y sirenas, de troles que custodiaban los pequeños feudos y duendes que mal aconsejaban a los caminantes haciéndolos perderse en los bosques para que nunca encontraran el reino encantado.
Aquel mar era tan profundo y peligroso que ni siquiera los vikingos o los navegantes más intrépidos se atrevían a pasar por allí; incluso las sirenas temían acercarse nadando. En el castillo vivía una princesa de cabellos rojos llamada Ethelvyna, quien todas las noches miraba hacia el mar desde la ventana de su habitación, esperando que algún caballero venciera los obstáculos y llegara para casarse con ella. Pero el tiempo pasaba lento, y algún día ella comenzaría a envejecer.
Ethelvyna había deseado tantas veces bajar a los calabozos en las profundidades del castillo para comprar un remedio y mejorar su situación. Allí, se rumoraba que había un anciano que dormía durante el día y por las noches trabajaba para el rey, experimentando con sustancias de la naturaleza. También se creía que podía hacer cálculos matemáticos para mezclar los elementos y crear pócimas que tenían la capacidad de modificar el espacio y el tiempo. Poca gente lo había visto y nadie se acercaba a él, pues era un ser huraño que en rara ocasión había salido y cuando había hecho, estaba cubierto por ropas de pies a cabeza. Lo llamaban El Alquimista.
Pasaron meses sin que la princesa se atreviera a bajar; sólo se quedaba contemplando el cielo o el mar, que de noche se fundían en un mismo color. Había comenzado a resignarse: probablemente tendría que ceder el trono a alguien más y morir sola. Pero entonces, una noche de luna en cuarto menguante apareció un caballero montado en un pegaso blanco. Había llegado por fin la salvación.
-¿A dónde he llegado? ¿Qué reino es éste? ¿Quién eres tú? -preguntó aún flotando en el aire y observado su entorno-.
-Me llamo Ethelvyna. Soy la princesa de este castillo y este cuento no tiene nombre; tampoco el reino.
-¿Por qué tú sí tienes nombre?
-Porque es necesario ¿Tú quién eres?
-Ahora que lo preguntas, no sé. Pero ya que estoy aquí, ¿por qué no subes y vamos a tierra firme?
Ethelvyna subió al corcel y estuvieron hablando hasta que la noche acabó. Lo mismo ocurrió durante nueve cuartos menguantes y diez lunas llenas. Eran noches donde había tantas estrellas que éstas parecían caer lentamente; los cantos de las sirenas y el sonido de las olas se escuchaban lejanos formando una melodía cálida. Ella vio en él la razón de su larga espera y creyó que entonces una eternidad era posible.
-¿De dónde vienes? -cuestionó Ethelvyna una noche-.
-De un reino cercano -respondió él, sonriendo-.
-¿Tampoco tiene nombre?
-No.
-¿Hay una princesa con nombre allá?
-Había. Ahora hay una mujer de cabellos castaños que enloqueció; me perseguía y por eso escapé. A ella no la quiero.
-¿Vas a casarte conmigo?
-Quizás.
Pero a la noche siguiente el caballero no volvió. Ella lo esperó algún tiempo hasta que estuvo segura de que la otra mujer lo había capturado. Pronto llegaron noticias: la mujer, cuyo verdadero nombre era Estela, era la princesa del reino vecino, que se había casado recientemente con aquel caballero. Ethelvyna no supo que hacer, pensó que Estela era malvada y que no dejaría al caballero en libertad; creyó que algo había hecho, algo maligno para que él ya no quisiera volver.
Quiso con desesperación regresar el tiempo para cambiar las cosas y ésta vez no esperar nada, incluso escribió cartas suplicándole a Estela que lo dejara volver. Estela le respondió con una negativa, pero de forma tan prudente que le hizo pensar a la princesa que en realidad estaba bastante cuerda; le escribió que lo sentía, pero que los dos eran felices ahora y que él no pensaba volver porque quería estar con ella. Al parecer el sueño de Ethelvyna sólo la había hecho más infeliz mientras que el de Estela se había realizado.
Pasó un tiempo de noches tristes antes de que la princesa se atreviera a bajar a los calabozos. Era un lugar frío y oscuro con un olor penetrante a azufre, había varios hornos de piedra y una mesa de madera enorme con pergaminos escritos y trozos grandes de metal encima.
-¿Qué tengo que dar? ¿Mi cabello? ¿Mi voz? ¿Mi alma? -El anciano la miró con indiferencia detrás de una hoguera de fuego azul-.
- Yo no vendo nada ni hago favores. -le dijo con una voz seca-.
-Por piedad… puedo hacer lo que sea. De verdad lo necesito- suplicó-.
-¿Qué quieres?
-Quiero dejar de sentir esto.
-No puedo hacer nada. Tener poder sobre la naturaleza puede traer grandes consecuencias.
-Tiene que haber algo, cualquier cosa. –entonces la mirada del alquimista se volvió ligeramente condescendiente. Se quedó en silencio lo que pareció ser un minuto y luego habló.
-Hay algo, pero es muy peligroso… Me queda muy poco tiempo y yo necesito que alguien termine lo que empecé. He visto tu desesperación y por eso me atreveré a confiar mi legado en ti.
-¿Qué tengo que hacer?
-Quedarte.



Y es que mis sentimientos son tan grandes que sin intención de mi parte, fueron adquiriendo un poder que llegó a ser maléfico. He cerrado su corazón y ahora tú pagas también la condena; todo esto sólo por mi envidia. Entiende que yo soy víctima también, no lo merezco…condenada a tomar el lugar del que murió, viviendo en las profundidades del castillo.
Eres princesa de tu cuento y del mío, ¿dónde está entonces mi propio cuento?, pero recuerda que esta bruja también fue princesa y que nunca hay villanas, sólo seres humanos con una historia triste.

Atentamente:
E.